25 octubre 2006

Aquí la lluvia, querido Azul (leer Reflexión XXI: Otoño), es mucho más discreta y constante que en nuestra deprimida ciudad. Se podría describir como una suerte de letanía profana que invita al absentismo mundano; quiero decir, no puedes evitar abstraerte de la realidad y fantasear con la idea de otro mundo próximo al que vivimos, pero mucho más sincero. Algo así como la idea medieval del mar y el cielo como un mismo espectro que es reflejado por un fallo telúrico en el que nosotros, pobres terrestres, estamos obligados a vagar sin motivo, a pesar de la constante causalidad -aquí en Orleáns se me representa constantemente y a intervalos demasiado regulares como para no creer en la existencia de una cosmogonía superior a nuestra experiencia.

Además, el cielo es siempre tan blanco, incluso en la noche cerrada, que dan ganas de atravesarlo todo el tiempo, de saltar muy alto y abrir un agujero similar al de la capa de ozono –que por lo visto viene cerrándose en los últimos meses- para ver si las bambalinas celestes siguen siendo de terciopelo argentado.


También puedo decirte que desde mi ventana se ven los árboles con las hojas más encendidas que jamás encontrarás en ninguna otra parte, de un rojo tan intenso que casi queman. Y ahora que ya han encendido la calefacción, me gustaría no tener que salir nunca de esta habitación y seguir asomada, tras un cristal por momentos más y más empañado, acurrucado polizón entre las cortinas, y dejar que todo pase como si yo ya no estuviera aquí.

La imagen, tomada la madrugada del sábado hacia el domingo, muestra el precioso amanecer sobre el río Loira que se contempla desde el centro de Orléans.

03 octubre 2006

La sucia luz de la mañana

Me había acostumbrado demasiado pronto a despertar con tu sudor seco en la cara -tan pegada toda la noche contra tu cuerpo en la estación de verano, después del amor, cuando la mínima prenda parece demasiado para escapar de la temperatura. Es lo que pensaba mientras una tortuga con cabeza de perro me decía en latín que llegaría tarde al trabajo si no abría los ojos pronto. Le hice caso. Qué raros son esos momentos en los que sueño y realidad se entremezclan para dejarte el mismo mensaje de maneras distintas. Sí, ese despertador no dejaba de sonar, ya me había dado cuenta. De hecho, su sonido estridente me estaba perforando los oídos. La tortuga ya se había diluido en mi cabeza y veía que el cielo estaba muy blanco afuera. La verdad es que parecía un día bastante frío, como el anterior, cuando el viento arrullaba a los árboles, dejando caer algunas bellotas como regalo a los dioses, los pájaros y las ardillas. Desconecté el reloj. Estaba tan calentita entre las mantas que no quería ni pensar en el momento en el que tendría que sacar un pie al aire para comprobar que no estaba “metaonirizando” o cómo quiera que se llame al efecto de soñar que uno sueña que está soñando.

Esa mañana ya hacía al menos dos meses desde la última vez que dormimos juntos. Siempre te levantabas antes que yo. A veces yo ya estaba despierta, pero seguía con los ojos cerrados para escuchar tus primeros ruidos del día, siempre tan discreto, tan cuidadoso para no molestarme. También te gustaba recrearte un rato en el paisaje que se ve desde la ventana de la habitación, aunque nunca te costó decidirte a comenzar el día tanto como a mí. Después te incorporabas y enseguida ibas al baño, te lavabas la cara y las manos –nunca entendí esa manía tuya de lavarte las manos una y otra vez cada vez que entrabas y salías de la casa, antes de hacer el amor, después de tocar el piano- e ibas a la cocina a tomar el desayuno. No podías permanecer mucho tiempo con el estómago vacío. Cuando yo te oía trastear en el cajón de los cubiertos salía enseguida a tu encuentro y te abrazaba por detrás y te daba los buenos días mientras cortabas por la mitad las naranjas que nos beberíamos minutos después. Sonreías. Yo sabía por qué. Yo también sonreía por la misma razón.

Ya no era la época de las naranjas y no quería ducharme tan temprano si no era contigo. Calentaba un poco de leche en el microondas mientras me vestía de cualquier manera y preparaba el portafolios con los documentos necesarios para resolver con eficacia la jornada laboral, le añadía después café en polvo que tenía que remover enérgicamente para conseguir una birria de espuma y lo bebía de pie mirando el paisaje urbano. Empezaba a llover de esa manera tan enclenque, agua constante y discreta, que nunca sabes si abrir el paraguas porque la gente va a pensar que vaya exageración, por cuatro gotas que caen, pero si te lo dejas en casa al final acabas con la chaqueta repegada por la humedad y al día siguiente en vez de un café te tienes que tomar un caldo de pollo para combatir el resfriado, porque aunque no te encuentres bien tienes que ir a trabajar. Una amiga llama a ese tipo de lluvia “calabobos”, y yo lo que creo es que lo de bobos viene por tener en cuenta lo que piensa la gente, y que si te parece que llueve, aunque sea poco, por qué no voy a abrir el paraguas. Y todas estas tonterías las pensaba no más que para distraer mi pensamiento de nuestros zumos matinales.

Vamos, llegó la hora de salir a trabajar. Al fin y al cabo sólo quedaban veinticinco días para estar juntos de nuevo. Decidí que para entonces pediría naranjas aunque fueran de importación y la próxima vez que durmiésemos juntos y despertase calentita abrazada a ti, sería yo quien se levantase y te traería el desayuno. Y no te dejaría lavarte las manos sino después de hacer el amor.